"El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
Una de las razones por las cuales la gran purga de 1936 fue en su día contemplada por el mundo de forma un tanto superficial fue, por supuesto, la falta de información procedente de un régimen tan cerrado como el soviético. Pero la otra, que ya se entiende menos, es que durante esos años Stalin comenzó a disfrutar, por así decirlo, de su imagen de antifascista. Esto fue gracias a su estrategia de frentes populares.
A Iosif Stalin no
le preocupó gran cosa la victoria de Hitler en Alemania. Pero la extensión de
regímenes fascistas o de corte parafascista en diferentes países europeos, ya
le comenzó a joder bastante más. La obsesión del ruso era y es quedarse
aislado; y Stalin, que no era ruso pero como si lo seriese, temía que en un futuro pudiera existir una amplia coalición
de fascismos europeos, todos ellos rabiosamente anticomunistas, que le pudiera
plantar batalla. Temía, pues, que alguien le montase el cinturón de hierro que luego montó él. Para poder tener eso bajo control, para Stalin era crucial mantener una democracia
parlamentaria. Y, no: no era la española. Era la francesa.
El objetivo mayor
de mantener en la Europa continental una alternativa liberal parlamentaria al
fascismo fue lo que hizo a Stalin abandonar su política de izquierda extrema
(la política, podríamos decir, trotskista). Stalin entendió, aunque nunca lo
reconoció así por supuesto, que había cometido un gravísimo error en Alemania.
Impidiéndole a los comunistas alemanes confluir con los socialdemócratas, había
teselado el camino de Hitler al poder. Pero eso, se dijo, ya no pasaría de nuevo.
Ahora, la Komintern autorizaría a los partidos comunistas europeos a aliarse
con otras formaciones de izquierdas en frentes populares. Esto suponía que la Komintern
se comiese sus palabras hasta entonces; pero estos giros de 180 grados nunca le
han preocupado a los comunistas, acostumbrados a hacer una cosa y la contraria
y siempre tener razón; máxime si Stalin contaba en esa organización con Georgi
Milhailovitch Dimitrov, un dirigente comunista búlgaro capaz de defender
cualquier cosa. Cuando en 1933 ocurrió el incendio del Reichstag, Dimitrov
estaba en Berlín. Los nazis lo arrestaron y juzgaron en Leipzig, acusándolo de
ser cómplice del atentado. Salió del maco después de que la URSS le concediese
la ciudadanía soviética. En 1934 estaba en Moscú. Allí conoció a Stalin, quien
enseguida ponderó sus capacidades y lo ascendió dentro de la Komintern.
Dimitrov entendió
que en Francia había que aprovechar el miedo social generado por la
manifestación parafascista de 6 de febrero de 1934. Una vez desaparecido el KPD
alemán, el Partido Comunista Francés era el más grande de la Europa occidental,
y eso también había que aprovecharlo. En mayo de 1934, Pravda comenzó a
publicar artículos sobre la estrategia de frente popular. Maurice Thorez, el
siempre disciplinado dirigente comunista francés, abrazó inmediatamente la
idea, que fue salpimentada por un manifiesto en favor del “humanismo
proletario”, lanzado por el eterno Gorky. En julio, los comunistas franceses,
que hasta entonces no habían sido capaces de pactar ni siquiera una marca común
de cigarrillos con los socialistas, acordaron la plena confluencia entre ambas
fuerzas. Las referencias a los socialistas y socialdemócratas somo “social
fascistas”, que eran innúmeras, desaparecieron por arte de magia.
Justo antes de las
elecciones cantonales francesas de 1934, Thorez dio un paso alucinante e
inesperado: aceptó en el Frente Popular francés al Partido Radical Socialista,
un partido burgués no marxista. Esto se daba de hostias con las aportaciones de
Lenin. Lenin, como decía José Antonio de Falange, estaba en contra de los
pactos políticos fuera de la identificación ideológica estricta. Esto, sin
embargo, acababa de cambiar, dado que Stalin había decretado que lo
verdaderamente fundamental no era la pureza ideológica, sino parar al fascismo. Este concepto de "comunismo pragmático" es perfectamente trazable hoy en día en las muchas personas que votan a sus formaciones políticas aun admitiendo que ideológicamente se han traicionado, pero porque "así se conservan las conquistas sociales", o cualesquiera otras disculpas parecidas.
Entre julio y
agosto de 1935, la Komintern celebró su séptimo congreso; reunión en la que se
adoptó oficialmente la teórica estratégica de los frentes populares. Dimitrov
fue nombrado secretario general y se aprobó una resolución por la cual “los
partidos comunistas están ahora comprometidos para defender el poder
democrático contra el fascismo mediante la formación de frentes unidos con
partidos socialdemócratas y, allí donde sea factible, frentes de más
amplio espectro antifascista”. Las cursivas, obviamente, son mías, y tienen
como función señalar el pequeño detalle de que la defensa de los regímenes
democráticos fue adoptada por los comunistas en dicho año 1935 (antes no habían
sido democráticos; ergo el comunismo no es una ideología democrática en
su esencia) y por razones meramente estratégicas.
Stalin era el
padre de estas resoluciones. Fue elegido miembro del Presidium de la Komintern.
Pero ahí se acabó su participación. No apareció por allí, ni dio ningún discurso.
La razón es obvia: le hubiera costado aparecer públicamente como antifascista,
teniendo en cuenta que estaba negociando con los fascistas.
La estrategia, en
todo caso, tuvo réditos inmediatos. Medio año después, un Frente Popular
apoyado por los comunistas ganó (o, más en concreto, dijo que ganó) las
elecciones en España; y algo menos de un año después, el FP francés ganaba las
suyas, de manera que los comunistas se convirtieron en avalistas del gobierno
radical y socialista presidido por León Blum, conocido matamoscas. El gobierno
de izquierdas fue saludado por una serie de huelgas como sólo los franceses
saben hacerlas, implicando a dos millones de trabajadores. De Moscú le
ordenaron a Thorez que acabase inmediatamente con la tontería. En el Kremlin
seguían obsesionados con que Francia fuese un país estable, que se pudiera
dedicar a fortalecer sus Fuerzas Armadas.
En septiembre de
1934, la URSS había entrado, por fin, en la Liga de las Naciones. Desde allí,
Stalin colaboró en la creación de coaliciones geopolíticas antigermanas. Esto
tenía su razón de ser, además, en el hecho de que Hitler, conforme iba
conociendo que su rearme era cada vez más potente, estaba haciéndose cada vez
más ambicioso en el terreno geopolítico. El principal teatro elegido por los
alemanes para dejar claro su anticomunismo radical fueron las relaciones con
Polonia. El dictador polaco, mariscal Jozef Pilsudsky, un hombre con
dificultades para comprender las sutilezas de las relaciones exteriores que,
además, estaba mal asesorado por su ministro de la cosa, el demasiado chulesco
Jozef Beck, había mostrado cierta proclividad a entenderse con la URSS;
asimismo, había llegado a defender la idea, en la que obviamente no consiguió
arrastrar a Francia e Inglaterra, de realizar una guerra preventiva contra
Alemania mientras todavía era débil. El hecho de que nada de eso recibiese
buenas vibraciones justificó la negociación del pacto polaco de no agresión con
Alemania de 26 de enero de 1934.
Para Stalin, el
pacto germanopolaco fue una de las peores noticias que tuvo que enfrentar en su
vida. No lo esperaba, y temía sus consecuencias. Éstas, por lo demás, fueron
inmediatas. Semanas después de haberse firmado el acuerdo, ejecutivos de la
Krupp alemana viajaron a Moscú para decirle a los comisarios del pueblo que un
acuerdo que tenían firmado, por el cual formarían a técnicos soviéticos, además
de proveer con acero y maquinaria, había sido denunciado por su parte. A
finales de marzo, con el objetivo de hacer una cala para ver lo podrido que
estaba el melón, Moscú le propuso a Berlín una declaración conjunta sobre la
independencia de los Estados bálticos. Cuando, semanas después, los alemanes
respondieran que no les interesaba, supieron lo que querían saber: Alemania no
los respetaba como enemigos ni los necesitaba como aliados. Ese mismo abril en
el que la declaración báltica capotó, los soviéticos comenzaron a negociar a
pelo puta su acuerdo de asistencia mutua con los franceses.
Junto con las
conversaciones con Francia, Stalin trató de impulsar lo que denominó “un
Locarno oriental”, es decir, un sistema de seguridad multilateral en la esquina
este de Europa que incluyese Polonia, Checoslovaquia, Finlandia, los Estados
bálticos, Francia y Alemania, en el que se fijasen garantías mutuas. Ni Berlín
ni Varsovia se mostraron dispuestos a esto, que yo creo que es algo que Stalin
en el fondo buscaba, pues su estrategia seguía siendo esperar o, mejor,
provocar una guerra en Europa entre Estados capitalistas; una guerra ante la que su
idea era que la URSS permaneciese neutral. Falto del acuerdo multilateral,
Moscú firmó su acuerdo de asistencia mutua con Francia y, algunas semanas
después, con Checoslovaquia, Estado estrechamente relacionado con París. Este
acuerdo vinculaba a la URSS para que acudiese en ayuda de Checoslovaquia si era
invadida; pero el cuco Stalin incluyó la cláusula de que esa ayuda sólo se
activaría una vez que Francia hubiese acudido en ayuda de su país amigo, algo
que el secretario general del PCUS sabía que Francia, con sus tropas separadas
de Checoslovaquia, no podía cumplir (y, consiguientemente, no cumplió).
Pierre Laval,
ministro francés de Exteriores, visitó Moscú. En el curso de esa visita, Stalin
declaró que la URSS apoyaba totalmente la intención de Francia de tener unas
Fuerzas Armadas suficientes y eficientes. En Francia, el gobierno estaba
intentando doblar el servicio militar, de uno a dos años, con la oposición
frontal de los comunistas; pero tras esta declaración de Stalin, dicha
oposición desapareció inmediatamente. Stalin estaba convencido de que Francia
sería el primer país que atacaría Hitler si provocaba la guerra; y consideraba
vital que el ejército alemán se empantanase en los bosques franceses.
En lo que respecta
a Inglaterra, en 1935 Sir John Simon, entonces secretario de Exteriores; y Sir
Anthony Eden, entonces Lord Privy Seal, visitaron Moscú. Eden fue el primer
alto mandatario occidental que fue recibido por Stalin. En su encuentro, el
secretario general del PCUS le preguntó al británico si creía que la situación
era menos, igual o más alarmante que la de 1913. Como Eden tratase de quitarle
hierro al asunto, Stalin opinó que la situación era peor, puesto que al agresor
de 1913: Alemania, ahora se le unía Japón. Y añadió que ellos y otros países
deberían desarrollar “algún tipo de esquema de pactos” diseñado para parar a
los alemanes.
Mi idea personal,
o sea, la forma en la que yo imagino esa entrevista, es la de un largo
conciliábulo, obviamente prolongado por el uso de los traductores, en el que
Stalin fue decepcionándose progresivamente por la escasa proclividad hacia la
acción que apreciaba en Eden. La diplomacia británica siempre ha sido
enormemente cauta y egoísta. Pero a ello hemos de añadir que, en el momento en
que Pepe y Toño se reunieron, rodeados por Litvinov, Molotov e Iván
Milhailovitch Maisky, el embajador soviético en Londres; en ese momento, digo,
Inglaterra no tenía un ejército con el que hacer una guerra y, además, tenía
una serie oposición interna, fundamentalmente laborista, contra el rearme. Todo
eso, claro, más el hecho de que Eden era El Hipotenso por definición.
Cuando Stalin se
fue dando cuenta de que Eden era de esos tipos que preferían no abrir un correo
electrónico durante semanas, especulando con que mientras tanto el problema que
se describiese en él se solucionase solo, se dio cuenta de que tenía que
tocarle un poco los huevos. Que tenía que mostrarle, siquiera de forma un tanto
simbólica, que la URSS siempre tenía abierta la posibilidad de entenderse con
Hitler. Por eso le sacó en la conversación un tema menor y, quejándose de las fake
news que rodeaban toda aquella situación tan tensa, se refirió a algunas
noticias publicadas en la Prensa internacional, en el sentido de que el
viceministro de la Guerra, Tukhachevsky, había tenido reuniones secretas con
Hermann Göring. Eden, de hecho, reconocería tiempo después que aquella cita le
había parecido fuera de lugar.
Pero no lo era.
Tukhachevsky publicó un artículo en Pravda el 31 de marzo; un día en el
que Eden todavía podía leerlo directamente, porque estaba aún en Moscú.
Calculaba el viceministro soviético que Alemania estaba a punto de alcanzar una
fuerza militar un 40% superior a la de Francia, y equiparable con la capacidad
de movilización presente de una nación mucho más grande como la URSS. Este
artículo, más que probablemente, sabe dios cuándo se escribió, pero sin duda se
publicó cuando lo hizo por orden de Stalin, quien trataba de presionar al
inglés para hacer algo. Friedich-Werner Graf von der Schulenburg, conde de
Schulenburg y embajador alemán en Moscú pues ya había sustituido a Narolny,
protestó por el artículo que, dijo, se basaba en cifras inventadas. En
realidad, es muy posible que así fuera. No obstante, el fondo de la cuestión
era sólido. Tukhachevsky fue uno de los primeros uniformados no alemanes que
comprendió que la guerra alemana se habría de basar en formaciones motorizadas
y con fuerte componente de carros de combate. Estaba convencido de que Alemania
tenía altas capacidades si decidía invadir Francia.
En septiembre de
1936, los soviéticos volvieron a la carga con estas ideas y presionaron a los
británicos en el sentido de que Francia no soportaría el empuje alemán; que
era, además, un país con un sistema político muy inestable; y que, en
consecuencia, la única solución era un fuerte pacto anglosoviético. Kliment Voroshilov,
que fue el anfitrión de Archibald Percibal Wavell, entonces mayor general del
Ejército británico, durante una visita a la URSS, le dijo que Alemania atacaría
un día u otro, y que Reino Unido haría bien en reforzar su Ejército.
A pesar de todas
estas entrevistas y de la estética antifascista evidente de los frentes
populares, la prioridad de Stalin seguía siendo un acuerdo con Alemania. El
secretario general seguía creyendo que lo que acabaríamos llamando segunda
guerra mundial sería una guerra “hacia el oeste” que, consecuentemente, dejaría
libre el este para los movimientos de la propia URSS; ya entonces, pues, Stalin
estaba pensando en la necesidad de construirse un cinturón de países satélite
como el que arrancó en Yalta. Pero para eso necesitaba que Francia e Inglaterra
se rearmasen.
En este ajedrez, sin embargo, Iosif Stalin siempre tuvo dos problemas o, si lo preferís, el mismo problema con dos caras: el problema de no ser de fiar ante los poderes occidentales. Ni París ni Londres se fiaban de Moscú y esto, como os digo, ocurría por dos motivos. El primero de ellos es que Stalin mismo no era de fiar. Aunque practicase una total cerrazón informativa respecto de sus asuntos internos, para él era imposible ocultar la cantidad de veces que había dicho una cosa y luego la contraria. La segunda era que Hitler explotaba esa falta de confianza pues, al mismo tiempo que preparaba la guerra contra Francia e Inglaterra, agitaba frente a ellos el fantasma del bolchevismo.
Yo comprendo
que para mentes muy simples resulta imposible entender, por ejemplo, por qué
Londres y París nunca ayudaron a la II República española durante la guerra
civil y, además, para más inri permitieron que Alemania e Italia sí lo hiciesen
con Franco. Para entender esto, hay que comprender este ambiente que apunto en
este párrafo. El ambiente geopolítico en el cual Stalin mismo, y Hitler,
consiguieron claramente convencer a las clases dirigentes en Francia e
Inglaterra de que implicarse en alianzas mutuas, o enviar ayuda militar a un enfrentamiento
bélico en el que estuviesen implicados los comunistas, era la típica cosa que
sabes cómo la empiezas, pero no cómo la acabas.
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